La tormenta perfecta
Un amigo de la urbanización con
un coto disponible en la sierra norte de Guadalajara, zona de Cogolludo, me
ofreció un puesto de caza de jabalíes a buen precio y acordándome de mí cuñado,
experto en monterías y trofeos, hablé con él y lo contraté.
Amanecer de sábado frío y
lluvioso, yo que de cazar, lo que me
gusta es el almuerzo, el taco y las migas o caldereta, iba vestido como para ir
al cine en la Gran Vía, pero con botas, recogí a mi cuñado que ese sí iba
pertrechado con zahones, guerreras de camuflaje, escopetas y rifles varios,
cuchillos de monte, asiento trípode, gorrito de cazador con pluma (el gorro, no
él) y mochila con adminículos varios.
En Madrid caía un chaparrón y estuvimos
a punto de retirarnos, más nos valdría
haberlo hecho. Con la esperanza de que en Arbancón hiciera mejor para la hora
del desayuno, iniciamos la caza.
Con los comentarios típicos de
cuando se va de caza, es decir los trofeos conquistados en los últimos años, las
piezas cobradas en un día y aquél conejo saltarín del motel de mi Extremadura
del año 1975, hicimos el recorrido.
Desayuno frugal para nuestro
gusto, nada que ver con los torreznos de mi tierra, embutidos y cazalla de la
de carraspear, la verdad que el puesto era barato, pero es que además no daban
taco y nosotros no llevábamos avituallamiento de ningún tipo.
Sorteo de puestos y nos colocan
en el borde de un camino rural a mitad de la sierra, piedras y pinos por arriba
y por abajo, con una visibilidad de un trozo pequeño de terreno y lloviendo a
raudales. Yo sin gorro, a la media hora, el agua se deslizaba por mi espalda
hasta llegar al canal del culo, un frío de espanto, las manos en los bolsillos.
Mi cuñado, horror, se había olvidado de los guantes y como tenía que coger las
armas, los dedos los tenía como marmolillos y amoratados. Me dijo que si salía
algún guarro, no podría disparar.
Le dejé dos calcetines de lana
blancos de tenis largos que mi mujer, práctica ella, me había metido en mi mochilita
por si se me mojaban los que llevaba puestos. Se olvidó de los calzoncillos,
pantalones de franela de repuesto que los que llevaba para entonces estaban
empapados y pesaban lo suyo.
Ver a mi cuñado agazapado, con el
rifle y los calcetines blancos hasta más arriba de los codos, me produjo un
ataque de risa histérica que me hicieron callar los de los puestos vecinos.
Mientras, no paraba de llover, no
se oían ni a los perros, nosotros callados porque es un profesional, él atento
y yo sentado en el trípode que casi se me introduce por el culo, por lo pequeño
que es y por mi volumen enorme.
En éstas empiezo a oír como el
ruido de las cigüeñas de la torre del pueblo de mi padre, me vuelvo y era el
castañeteo de mi cuñado, que como tiene prótesis dentarias completas, parecían
las castañuelas de Lucero Tena. Como soy su estomatólogo y familia política,
disimulo, pero a la media hora los nervios estaban a punto de saltar.
Le pregunté si no llevaba el
supercorega extraextraforte y al asentir, le dije venga, hombre.
Se quitó el guante como Rita
Hayworth y otro ataque de carcajadas asoló la ladera, se puso triple dosis en
las dentaduras, se las encajó y mordió con fuerza. Yo le miraba extasiado
cuando vi que de sus comisuras rezumaba el gel, que se solidificó en un
instante por el frío y se le quedó una sonrisa sardónica como al malo de
Batman.
Durante el resto de la mañana, no
fue capaz de articular palabra, vamos ni de abrir la boca, las cigüeñas habían
volado, seguía lloviendo y nadie, persona o animal vimos, bueno a mi cuñado sí,
pero no daba un pío.
Empecé a temblar yo y decidí
retirarme a mi coche que estaba cerca a riesgo de recibir un tiro, que para
entonces todo me daba igual y a mi cuñado también, pues no me replicó.
Cuando pasó el coche escoba, le
seguimos pensando en la comida, pues estábamos hambrientos y ateridos. No se
cazó nada, bueno, no se disparó un tiro, lo único una merluza del puesto 3 que
debía ir pertrechado con petacas varias.
Con la caldereta delante, el temblor de mis manos
me impedía comer y pasó media hora hasta que pude entrar en calor. A mi cuñado
le tuvimos que meter entre varios una cuchara y varios cuchillos romos entre
las dentaduras y forzarlas hasta que con un crack sonoro que se volvió todo el
restaurante, lo conseguimos.
La vuelta, sin hablarnos, ni
poner música y pasamos de largo un motel que habíamos atisbado a la ida y que
prometía conejos vivos y saltarines.
Al entrar en casa mi mujer me iba
a echar la bronca como siempre, pero cómo me vería que me mimó y me dio
friegas.
Al vecino le he retirado el
saludo.