lunes, 27 de agosto de 2012

SUDOROFILIA Y RINOFILIA

                                                                              SUDOROFILIA Y RINOFILIA

¿Qué hago aquí?, ¿Porqué no me puedo mover?. Estoy a oscuras y noto como una mordaza de cuero que me tapa la boca y me impide hablar. Empiezo a despejarme, la mente se va aclarando y recuerdo lo que me ha sucedido hace un rato o quizás ayer o hace un mes, no estoy seguro.

Estamos al principio del verano y el calor ha entrado con ganas, las jóvenes se han despojado de sus camisas y van casi todas con las blusas de tirantes y eso para mí es un suplicio, pues es verlas y tener un deseo irrefrenable de oler, aspirar y si puedo, pasar mi lengua por esa piel expuesta y saborearla.
Iba en el metro al mediodía en la hora punta y el vagón de bote en bote, yo agarrado a la barra horizontal superior y a mí alrededor cinco jovencitas con sus brazos estirados, desnudos y los tirantes del sujetador asomándose por los laterales de los otros tirantes, el olorcillo de diversos matices se mezclaba y yo intentando identificar a cada una con su olor.
Uno era tirando a cebolla y ese, fijo era de la morena, otro como ácido, de la rubia. Pero de repente entró en mis narinas un olor a almizcle que explotó directamente en mi cerebro. Yo, que soy un experto en olores y especialista en catas, identifiqué enseguida el almizcle con el tipo Tong-king chino, el más valioso y de inmediato noté un pálpito en mi miembro.
Empecé a marearme y en ese momento el metro entró en una zona de curvas pronunciadas y de saltos y traqueteos sobre la vía que hacía que mi cabeza chocara contra sus brazos y aproveché para sacar mi lengua y con discreción probar las pieles de mis compañeras de viaje. Absorbí el sudor de la otra morena más bajita y era supersalado y con olorcillo a jabón infantil. El de la morena alta, que era el que olía a cebolla, era profuso y perlaba la piel con gotitas que llenaban todos los poros sudoríparos que tenía frente a mis ojos.

La piel que olía a almizcle era untuosa al tacto y amarga al gusto. Me trajo la evocación de las mil y una noches que pasé en un prostíbulo de lujo en Estambul durante toda una quincena. En aquel Hammam, desde que entrabas por la puerta eras llevado por dos odaliscas hacia tu habitación, te desnudaban y con grandes toallas te conducían a la zona de los baños, donde pasabas por el cuarto tibio, el caliente, la piscina fría, el masaje y el cuarto de enfriamiento.
Ya preparado, recibías a las mujeres más perfectas que yo había visto nunca, pero que además exhalaban los aromas a almizcle de las diversas variedades. El Tong-king chino o tibetano, el Assam o nepalí, el Kabardino ruso siberiano de los ciervos o los extraídos de las glándulas almizcleras de otros animales como bueyes, ratas, patos, musarañas o escarabajos.
Serían los baños, las mujeres, los masajes, la comida o los olores pero el caso es que las feromonas estaban presentes y la potencia sexual plena y continua durante los días que permanecí allí.
Mis sentidos excitados por tal profusión de olores y sabores combinados a la vez, provocaron una necesidad inaguantable de rozarme con los cuerpos de mis vecinas de vagón y de chupar sus cuerpos que hizo que al final se dieran cuenta de mis desvaríos y huyeran a la vez hacia la zona de asientos, dejándome solo y con un espacio alrededor.
Toda la gente se volvió hacia mí, pero yo había entrado en una especie de frenesí y de trance y movía compulsivamente la cabeza con la lengua fuera y cimbreaba la cintura intentando restregarme con lo que fuera, porque también padezco de frotismo, sin soltar mi mano de la barra.
Algún inconsciente usó el freno de emergencia y aquello fue el llanto y el crujir de dientes, pues fui propulsado volando hacia las cinco jóvenes que gritaron con terror y yo en mis estertores lascivos acabé chupando a una vieja.
De repente un golpe y ya no recuerdo más, hasta ahora en que estoy a oscuras.
Empieza a entrar la luz del amanecer por la ventana e incorporándome veo que llevo puesta una camisa de fuerza y un cinturón que me fija a la cama y además llevo como un bozal y me acuerdo de la película del silencio de los corderos.
La habitación está vacía, solo mi cama y las paredes están como acolchadas, empiezo a comprender que piensan que estoy loco y no es verdad.
Desde que nací he tenido esta sensibilidad exacerbada en los sentidos del gusto y del olfato y cuenta mi madre, que como a ella no le subió la leche tuvieron que buscar amas de cría y pasaron por mí más de cuarenta.

Al principio bien, que qué bueno, que qué rico pero a los pocos días se despedían diciendo que se sentían mal, que era una sensación muy rara la que sentían, que parecía como un adulto chupando. Mi madre se enfadaba, las llamaba guarras y buscaba otra y vuelta a empezar. Mientras yo, ganaba en experiencia.
Con el tiempo empecé a oler objetos y animales y los distinguía a distancia. En la escuela era yo el que si algún compañero o compañera de la clase se caía en el recreo y sangraba, le chupaba la herida y se curaba en poco tiempo. Decían como con orgullo que tenía una lisozyma en la saliva muy curativa.

Chupaba y olía todo lo que pillaba y de estudiante en la capital solía acudir a las grandes aglomeraciones donde existían infinidad de olores y de matices. Me hice sommelier y además, muy famoso en Madrid, trabajo en un buen restaurante y siempre llevo mi tacita de plata labrada al cuello, el tastevin.

Las mujeres son raras, no tengo pareja y eso que al principio de la relación están encantadas con los cuidados que las prodigo, qué si flores, qué si bombones, besos y lametones, qué si te hago un traje saliva etc.
Pero al poco tiempo ya no les hace gracia nada y me abandonan.
Oigo pasos apresurados al otro lado de la puerta, se detienen y como los cerrojos chirrían al abrirse.
Entran varias personas con batas blancas, una de ellas, una mujer joven y guapa se acerca por un lateral y me coge la cabeza y desanuda la máscara, quiero hablar y me pone un dedo en la boca, noto su sabor saladito.
Estudia los reflejos de los pares craneales y cuando llega a la exploración del IV par o nervio troclear o patético, que curioso, se acerca mucho y lentamente a mi cara con una linternita pequeña y entonces me incorporo un poco y slurrpppp.








jueves, 23 de agosto de 2012

   FUEGOS FATUOS


Los cadáveres son el mejor abono para las hierbas que crecen en el camposanto y que tanto gustan a los conejos.  
La otra noche sin luna fui al cementerio, con un saco y un farol y desde entonces no vivo, ni duermo, ni como y tengo miedo.
La noche era muy oscura, fría y con niebla  a ras del suelo, llegué a la tapia y me dejé caer al otro lado como siempre, pero esta vez algo me atrapó y no podía moverme. El corazón empezó a encabritarse y el humus que subía del suelo empezó a cubrirme.
A diez metros de una tumba con una escultura de un ángel alado, empezó a fluir una luz pálida, azulada, que oscilaba ante mis ojos pero que no desaparecía.

El terror se apoderó de mi, conseguí liberar mi pierna, desgarrándomela y salí de allí saltando la tapia y huyendo a mi casucha, en la que entré, cerrándola de un portazo.
Había oído hablar de los fuegos fatuos o “will” o “the wisp”, pero nunca creí en ellos y también de los miasmas que se producen con la descomposición de las plantas, de los muertos y de los enfermos.
A mí me habían atacado todos a la vez, pues sentado en el suelo detrás de la puerta, con las piernas extendidas, veía la herida abierta en el muslo, grande, sangrando, con trozos de las zarzas enganchadas en el borde irregular y en el fondo un color verde azulado débil.
Estaba a oscuras y veía . Notaba que una ligera nube me rodeaba como un halo pútrido, pues esto es lo que empecé a oler. Era tan hediondo que me hizo vomitar.
Me arrastré al camastro, cogí agua, comida y recado de escribir y me subí a el.
Me quedé dormido en un duerme-vela lleno de sudores y miedos, por lo que me desperté más débil todavía.

Cuando llevaba cinco días encamado, la herida se ennegreció, pero lo peor fue el pié que se había convertido en una masa informe, en la que ya no distinguía los dedos y adonde acudían unas ratas enormes, negras, a comer, que salían de entre las tablas del suelo. No sentía dolor, pero la rigidez de mi cuerpo de cintura para abajo no se correspondía con la relajación de esfínteres que padezco.
La comida no me pasaba y además se pudrió también.
Quince días después del suceso del cementerio, sigo en el camastro y decido escribir por si alguien lo lee.
“Estoy muy débil, a oscuras y la parte del cuerpo de cintura para abajo es una masa informe que destila además de ese olor pútrido, un líquido fluorescente que hace que pueda distinguir las formas de la habitación.

Cuando las campanas de la torre de la iglesia daban las doce de la noche, se empezó a filtrar por la rendija inferior de la puerta una nubecilla azul verdosa que invadió la habitación y se mezcló con mi fluorescencia, mientras fuera se oían unos susurros, unos cánticos quejumbrosos y una música que rechinaba en mi cerebro, era la Santa Compaña que venía a recogerme.
Invoqué a Dios y a todos los Santos y maldije a la vieja bruja del pueblo que orinaba con las piernecillas abiertas, en el regato que bajaba entre las casuchas y arrastraba todos los desechos de los vecinos, mientras me echaba el mal de ojo.

La Santa Compaña se retiró y yo me quedé sumido en el sopor del esfuerzo que había realizado para luchar contra los no vivos y recordé.
Hace muchos años, unos amigos y yo, adolescentes, fuimos a garullas, a comer unos membrillos que teníamos localizados en un prado cerca del río, cuando vimos en el agua, desnuda, bañándose a la tonta del pueblo. Unos decían que era medio bruja, pero nosotros que éramos muy jóvenes, no dudamos.
La cogimos entre todos y uno detrás de otro, malamente abusamos de ella y la abandonamos entre unos matorrales, mientras  a voz en cuello y diciendo nuestros nombres iba programando nuestro final, cada uno de una manera diferente.

A mi me miró a los ojos y me predijo que moriría pudriéndome en vida, a otro, quemado, otro más, de una coz y así sucesivamente.
Nos fuimos al membrillar riendo y dándonos empujones, pero esa noche en la soledad de mi dormitorio, tuve miedo y no pude conciliar el sueño.
Desde ese día hasta hoy, han ido desapareciendo mis amigos, uno, en un fuego en su casa y estuvimos oyéndole gritar durante mucho tiempo.
Otro, apareció en la cochiquera, con la tripa abierta de lado a lado, las vísceras todas fueras, bueno, lo que quedaba de él, pues los cerdos habían dado cuenta de buena parte de su cuerpo y su cabeza, sin la mandíbula, arrancada por un puerco, parecía observar sus restos con cara de asco.

Otro, que desapareció del pueblo, fue encontrado al cabo de los días, en un paridero de ovejas, vivo, pero por poco tiempo, ya que había sido desollado y mutilado. La piel y los genitales estaban delante de su vista y lleno de hormigas. No se quejaba, estaba semiinconsciente y al faltarle la piel y músculos de la cara tenía una sonrisa como de payaso, roja.
El último de mis compañeros de juventud, apareció en su cuadra, muerto aparentemente por una coz de su mula. Nadie dijo nada, pero el agujero que tenía a nivel del esternón, era difícil que lo hubiera hecho el animal. Se enterró y un silencio sepulcral cayó sobre la aldea.
Los vecinos empezaron a mirarme de una forma esquiva, a cuchichear y a rehuirme. Cuando me encontraba con la bruja, se acercaba a mi y me empujaba, se reía y se tocaba sus partes. Luego, me pasaba la mano por la cara y salía corriendo.

Durante dos años, no pasó mucho más, pero mi terror ya era patológico, cuando entraba en casa miraba debajo del camastro y en el resto de la casa.
Salía de casa por las noches para evitar el contacto de las gentes y me alimentaba de la huerta que tenía y los conejos y gallinas del corral”.

Ha pasado un mes y yo ya no puedo seguir escribiendo, soy una masa gelatinosa de la que sale los brazos, hombros y cabeza. La luz espectral que invade la casa, ahora se ha unido a la que viene de la calle, a la mía propia y yo me siento derretir.
La algarabía de la Santa Compaña, aumenta y desde la casa fluye el nuevo fuego fatuo que se une a ellos y se dirigen hacia el camposanto.

En lo alto de la calleja, está la bruja con las piernas abiertas, brazos en jarras, orinando en el regato y riendo a la vez.

martes, 7 de agosto de 2012

AUTOPSIA

                                                                   AUTOPSIA


Tengo frío, no me puedo mover, estoy tumbado encima de una mesa dura y helada que parece de mármol. Tengo los ojos abiertos y veo una lámpara de quirófano de cinco focos apagada y no se qué me ha pasado, debo de estar con un relajante muscular y a la espera del cirujano, pues no puedo mirar hacia los lados.

Veo mi reflejo en el cristal de la lámpara y observo que estoy desnudo, que no tengo ninguna herida a simple vista y que no hay ninguna mesa auxiliar del anestesista o de los ayudantes de quirófano.
Oigo una puerta batiente y aparecen en mi ángulo de visión dos personas con gorro y mascarilla, una de ellas por su aspecto, mujer y la otra, una persona mayor con gafas.

Se acercan a mi cara, hablan entre ellos y me tocan con dedos enguantados, el hombre apunta cosas en una carpeta.
Sus cuerpos me impiden ver lo que hacen, cuando me observan el abdomen, pero noto cuando tocan mis genitales y cuando me giran para ver la parte trasera de mi cuerpo, notando las manos y los brazos del ayudante.
Empiezo a asustarme, me parece que creen que estoy muerto y yo los siento, los veo y les escucho aunque mal. Intento mover los ojos, la mano, un pié, algo, pero no sé si lo consigo. Hablar no puedo, de mi boca no sale sonido, aunque estoy gritando por dentro, es horroroso, no sé que ha podido sucederme.

El auxiliar se acerca a mi cara y sacando una manguera de debajo de la mesa, abre el grifo y sale un chorro de agua tibia a presión y comienza a lavarme con un cepillo de cerdas fuerte, de forma muy concienzuda, que llega a producir un dolor sordo.
Me coloca como a la maja desnuda y sigue con el lavado, a mi pesar, me río en mi interior.

Me seca con una especie de sábana áspera y tiesa y me tapa con otra más suave, quedo en penumbra no sé por cuanto tiempo, la puerta batiente vuelve a sonar con el vaivén y de repente la lámpara se ilumina.
Me descubren la cabeza y veo a la forense sin la mascarilla, acompañada de mi mujer que me mira con sorna y que se echa a llorar llevándose el pañuelo a los ojos.

Grito sin chillar, ¡Por favor!,¡ Ha sido ella!,¡ Me ha envenenado!.
La oigo decir como en sueños que bebía mucho, que comía grasas en demasía, que no hacía ningún ejercicio y que el médico de cabecera ya había previsto este final.
Se acerca a mí y posa sus labios más fríos que los míos en mi boca y musita un “adiós”, casi inaudible, solo para mis oídos.
La forense la coge del hombro, la abraza,  y la lleva hacia la puerta con ojo de buey y antes de salir de mi ángulo de visión, mi mujer se vuelve y me guiña un ojo, sonriendo.
La insulto, me desgañito y no sale nada por mi boca, se aleja y no puedo hacer nada, intento moverme y no lo consigo.

Se cierra la puerta y el silencio se adueña de la sala, me digo, que todavía tengo alguna oportunidad antes de que inicien la necropsia o si cuando la comiencen sangro o tengo alguna contracción muscular.
Se oye un carro auxiliar con el ruido de los instrumentos que lleva, la puerta que se abre y que se cierra y las luces de la sala y de la lámpara de cinco focos que golpea mis retinas, mis pupilas no son capaces de contraerse.

El ayudante cuelga una balanza y veo a través del cristal periférico del foco que coloca en mesas anexas agujas y lancetas de disección, microscopio, cubetas, mecheros de Bunsen, estufas, pipetas etcétera.
En la mesa de la forense coloca los condrotomos, cerebrotomos, tijeras y escalpelos, sierras, pinzas y escoplos.
En otra mesa, el material de sutura, agujas rectas y curvas, hilo y porta agujas, navaja barbera, lentes de aumento, cámara de fotos y de video.
Me vuelven a lavar y noto como el agua recorre todo mi cuerpo y por las ranuras del mármol se dirigen hacia los sumideros laterales.

De un gancho colocan el costotomo y la sierra eléctrica y yo aterrado, se me relajan los esfínteres y me lo hago todo. El ayudante se enfada, me vuelve a lavar y la forense le dice que suele pasar a veces, que es normal.
Intento mirarla a los ojos para que se de cuenta de que estoy vivo pero no noto ningún signo de que ella lo aprecie.
Se pone el gorro con dibujitos infantiles, la mascarilla y los guantes y coge el escalpelo y veo a través de la lámpara, que lo aplica en mi pecho haciendo un dibujo oval limpio, que no sangra y yo me sorprendo en que no siento dolor.
Debo de estar anestesiado porque la forense está disecando la cavidad torácica muy limpiamente. Al llegar a las costillas toma el costotomo aplicándolo a las costillas y haciendo gran fuerza no consigue cortarlas, requiriendo la ayuda del auxiliar.

Cuando retiran la plancha de costillas y esternón disecada, queda un gran hueco y veo desde el reflejo del plato de la balanza mi corazón que late convulsamente y en ese momento miro a la médico que me está observando y caigo en la cuenta de la gran complicidad entre ella y mi mujer cuando estaban juntas conmigo, charlando y con unos roces aparentemente casuales.
Aprovechando que el ayudante está de espaldas, enfrascado en el instrumental que está colocando ordenadamente, se acerca a mí, me besa y me dice “yo cuidaré de ella”.
Toma el bisturí y metiendo las manos en mi cavidad torácica, secciona limpiamente la aorta y las cavas y la sangre empieza a fluir y a llenar todo el espacio.

Mis ojos se nublan poco a poco y cuando la forense saca mi corazón con las dos manos y lo coloca en la balanza, yo ya lo estoy viendo todo desde fuera de mi cuerpo y dejo en la sala de autopsias a la amante y en la sala de espera a mi amada, bueno a su amada.

sábado, 4 de agosto de 2012

ESTA NOCHE TE CUENTO - 2012 - AGOSTO - NUDISMO

                                                   NUDISMO

He estado en playa de Vera, Almería y me he despelotado.
El primer día, boca abajo y viendo el azul marino y un catamarán, sin levantarme por la erección.       
                                                                                                                          Vi venir hacia mí a una mujer de 90 años como a medio hinchar, por las arrugas, pero con unas tetas tersas y turgentes que consiguió que pudiera bañarme flácidamente y plácidamente y al pasar al lado de un mozo aceitoso me sopló un "que ese culazo no pase hambre".
Inicié una carrera grácil, tipo león marino huyendo del depredador.
Ya en el agua, vino una guiri espectacular con un felpudo en forma de corazón y al acercarse noté un calorcillo, me miro orgulloso presintiendo una erección del quince y salí corriendo gritando con una medusa en todo el pito.
Era urticante, vesicante e irritante y costó desprenderla, unos tirando y yo chillando, otros que si aproximando un mechero. El vigilante de la playa, un armario ropero.
Me tumbó el socorrista y la gente arremolinada y con un dedito con pomada me tocaba las partes pudendas que estaban como chorizos parrilleros. Dos suecas me explotaban las ampollas como si fuera el papel burbuja y se reían.

Dos semanas sin sexo.
En el chiringuito no entendía al camarero desnudo, porque se metía las propinas en la boca y yo, con la maricona tapándome las morbideces, lloré.
No vuelvo.

lunes, 9 de julio de 2012

III CONCURSO LITERARIO "MI HISTORIA EN CAMPO GRANDE" - 2012 - MI INFANCIA

                                                                     CAMPO GRANDE

                                                  (Mi infancia)

Valladolid 1960. Tenía en esa época ocho años. Mi mundo, lo que yo recuerdo era en blanco y negro, pero no por triste sino por percepción.
Ahora, cuando veo las fotos, ya ni siquiera son en blanco y negro sino que han cogido una tonalidad sepia, lo que sí parece es que son cada día que pasa, más pequeñas. Eso que con mis gafas para la presbicia, me acerco a aquel tiempo.
No sé que pasa con la edad, bueno, si lo sé, tengo la sensibilidad a flor de piel y muchas de las cosas que hace unos años, no me producían ningún efecto, ahora  me produce un nudo en la garganta y una humedad en los ojos, que tiendo a disimular.

Vivía con nosotros la madre de mi padre, por ella me pusieron a mí Alejandro, era menuda, vestida de negro riguroso, con pañuelo y medias y zapatillas de lona negras. He intentado recordar su voz, sus gestos, sus andares, su cariño y no lo he conseguido, siempre la recuerdo sentada, encogida y en silencio. Lo que sí tengo presente es la devoción de mi padre hacia ella, la llamaba de usted y él era el único que sabía la vida que había llevado hasta entonces, la de tantos pueblos de Extremadura y España, con hambre atrasada y sin condiciones sanitarias de ningún tipo.
Reflejo de lo dicho es que mi padre fue el mayor de siete hermanos que fueron muriendo, unos antes y otros después, al llegar las diarreas del verano o en el mismo parto en las dos décadas primeras del siglo XX.
Su muerte no la recuerdo, si la tristeza de mi padre, y mucho, porque permaneció en mi retina muchos años. El beso que la dimos ya muerta en su habitación, estaba en la cama, vestida de negro pero ya no era mi abuela, había crecido mucho, su color era cerúleo y mis labios al contactar con su mejilla se rompieron.
Cuando la busco en las fotos de esa época, siempre está sentada o en un banco del Campo Grande, o en la plaza de las ranas o en casa al lado de la jaula de los periquitos.

Mi casa. Estaba en la calle Calvo Sotelo, si salías del portal y te dirigías a la izquierda, enseguida llegabas al puente sobre el río Pisuerga. Si me dirigía hacia la derecha enfilaba el Conde Ansúrez y llegaba enseguida al Campo Grande y te dabas de bruces con el teatro Pradera, donde jugábamos a policías y ladrones apoyándonos en sus muros. Mis tres hermanas y yo, único chico, cuánto hemos jugado a cocinitas y yo hacía de marido y otras veces de cura, lo típico de la época.

Por delante de la fachada del teatro se ponía un pipero que te daba por una perra gorda un vasito de madera, que metía en una especie de saco y sacaba lleno de pipas y que mi hermana la mayor que era una gobernanta, repartía de una en una y yo creo que ella se quedaba con más, nunca lo ha reconocido.

Algunos días se ponía un barquillero con la lata pintada de rojo y decorada con dibujos y en la tapa una ruleta y nos quedábamos con las bocas abiertas. Eran unos barquillos rectangulares acanalados y dobles con sabor a miel. Por un dinero que no recuerdo, pues posiblemente eran nuestros padres en domingo, uno de nosotros le daba a la ruleta y el señor nos daba lo que salía en la numeración.
Pagas no había en mi casa o unas perras gordas o un TBO para los cuatro, que en el mismo momento de comprarlo uno era primer, otro según y así todos. Según lo estoy escribiendo pienso que cutre, pues no, era lo que había y no había otra. En casa se hacía la masa de churros y se asaban castañas y se tostaban las pipas de girasol, las de melón, las de sandía y las de calabaza.
En mi casa siempre vivía o un familiar del pueblo que hacía la mili enchufado por mi padre o una chica de servicio como se decía antes que venía del pueblo y se encargaba de los pequeñajos.

Cuántas tardes entre la arboleda del Campo Grande, persiguiendo al pavo real o a los patitos, una de ellas un chico “malo” de una pedrada desprendió una castaña pilonga del castaño de indias y fue a impactar en uno de mis ojos. Cosas de entonces, acudió a mi domicilio con su madre a pedir perdón, con unos bombones y yo con un parche. Igual que ahora.

Ahora me parece pequeño, pero entonces tenía sus zonas prohibidas por las que no podíamos adentrarnos, oscuras, umbrías y solitarias y casi si la pelota se alejaba botando te quedabas mirando como si la perdieras para siempre.

Y que contar del lago con su barca “la paloma”, pocas veces monté, pero muchas más me apoyaba para verla deslizarse y dar la vuelta por la gruta y aparecer por el otro lado. El tío Catarro nos contaba historias truculentas, cuando pasábamos por dentro y nos hacía reír, sentí su pérdida como si fuera un familiar lejano y recordé otra vez mi infancia en Valladolid.

A los tres años y con mis tres hermanas al colegio de Las Francesas, mi memoria retiene sólo la palabra sortie de cuando íbamos al baño y el patio de tierra con un árbol seco en el centro. Hace poco vi el claustro o patio de las tabas dentro de un centro comercial, me gustó que se conserve, porque cada vez desaparecen más sitios por los que caminé.

Enseguida Nuestra Señora de Lourdes, colegio de chicos, durante el primer año una cadena por el paseo Zorrilla en un sentido y en otro, un montón de niños agarrados de la mano, que nos iban soltando en diferentes paradas.
Al llegar y en el patio y en formación se cantaban canciones del momento, perdón, del movimiento. Dicen que las percepciones olfatorias van directamente al cerebro, al bulbo y es cierto, porque algunas veces y por diferentes estímulos o situaciones afloran en mí, los recuerdos de los olores de los lápices, las gomas, las tizas y unas letras de cartón grandes, con las que aprendí a leer.

En el jardín trasero, donde estaban unos invernaderos, existían varias jaulas con animales, pero era un sitio reservado para los mayores.
Los padres dejaban en manos de los baberos a sus hijos y pocas veces acudían a los eventos escolares, tal era así que hasta el pago del colegio lo realizaba yo cada mes. Ese día corría como nunca por el paseo con el sobre en una mano y la cartera de cuero despellejada en la otra y al llegar, en la oficina te daban bolitas de anís y una barra de regaliz duro y negro que no he vuelto a tomar.

Mi padre puso la consulta de dentista en casa en el cuarto nada más entrar, sin sala de espera, porque creo que nunca llegaron a juntarse más de una o dos personas. Le recuerdo con la bata abrochada por detrás, fumando, caminando por el pasillo o sentado en la mesa camilla. Si sonaba el timbre, nos levantábamos la familia en pleno, mi padre a la consulta, mi madre se atusaba y era la que abría y nosotros cuatro mirando detrás de la puerta del pasillo entornada para ver a la víctima. Luego, cuando se iba entrábamos y nos reíamos de las dentaduras postizas o de los dientes de los modelos de escayola, hasta que llegaba mi padre y nos echaba.

La risa se me borró de la cara un día que me quitó una muela y me llevó arrastrando por todo el pasillo, yo agarrado a un sillón de madera de tres plazas de los de antes. Me dije, seré dentista y diré como mi padre, si no es nada, si no es nada.
En aquellos años me imagino que pertenecer al estamento militar sería un grado, pero sí que el compañerismo entre ellos era tal, que la amistad se expandía fuera del Hospital, los Carrasco, los Cías, los Uría y tantos otros que disfrutaban de sus juergas y carnavales. A su vez, los hijos de todos ellos crecimos juntos.

Se habla mucho de los rituales del término de la etapa infantil de otras culturas, pero en nuestra España de los cincuenta había que pasar por la extracción de las amígdalas y siendo militar mi padre el proceso era: Cuatro hijos, dos un año y dos el siguiente, el otorrino, el del hospital militar, en la silla articulada de la consulta, un soldado, te sentabas encima y con sus botas te trababa tus piernas, su manaza en la frente y el asesino con el espejo agujereado en el centro se acercaba con el fórceps diciendo no es nada, no es nada.

Abrías la boca para gritar y eso sí, eran rápidos, te quitaban las dos albóndigas y me imagino que por los toques anestésicos ya no podías emitir sonido alguno y además te lo prohibían. También tenía su parte buena, los dos del turno compartían la cama de los padres, nos daban helado a mansalva, una campanilla que nos peleábamos por manejar, mi hermana era menor y muy buena y la podía. Recibí un tren de madera muy pequeño con dos vagones que conservé durante años.
Durante nuestra infancia, muchos domingos, mi hermana la mayor la gobernanta nos llevaba al cine del colegio Kostka, los cuatro de la mano y sin soltarnos y a la vuelta nuestra madre nos tenía en la mesa camilla unas tortillas francesas entre pan que eran una maravilla.
Los padres tenían una gran vida social con los compañeros del hospital e iban a una casa y otra y de vez en cuando en la nuestra. Se oían las risas y las juergas y nosotros detrás de la puerta entreabierta y disputándonos el mejor sitio para mirar y cuando mi madre iba a la cocina a por más cosas salíamos disparados a escondernos.
Como un ritual, antes de irnos a la cama nos hacían entrar a los cuatro de la manita y lo de siempre, que ricos, que mayores y a veces bailábamos una muñeira que me costó mucho aprender y que despertaba los parabienes del público.
Mientras saludabas veías los alimentos encima de la mesa y nadie te daba nada, como ahora que si te descuidas, los niños dejan los platos vacíos antes de que lleguen las visitas.
Si se celebraba una comida, cuando se iba el último comensal, era oír la puerta y salíamos en estampida y arrasábamos con los restos. Ahí si teníamos permiso.
Hay recuerdos que son visuales, táctiles y olorosos, uno de ellos es la reparación de la calzada con la brea que aplicaban los operarios, una especie de carro pequeño con la masa negra olorosa que colocaban en los baches y que inevitablemente tenías que tocar cuando podías.
Los domingos a misa a Las Francesas y luego aperitivo en Molinero, cuántas veces he recordado el medio huevo duro con una gamba encima y un poquito de mahonesa. Hay cosas que no se olvidan y cuando paso por Valladolid, vuelvo.

Real Sociedad Hípica Farnesio, muy cerca del río, cuando había competición la familia se desplazaba al completo, los padres con los amigos y la chiquillería a recorrer el recinto imaginando mil batallas y aventuras. Nos colábamos por la valla y descendíamos al río y se jugaba a guerras, las chicas a las comiditas, que si pillaban un saltamontes le arrancaban las patas traseras que hacían de jamones.

Otros domingos íbamos al otro lado del río a un mesón al aire libre, con terraza y no recuerdo su situación, pero sí el juego de la rana con el que nos pasábamos las horas muertas, era una  especie de mueble metálico de color verde con la parte superior llena de agujeros, una rueda de palas que giraba y una rana verdosa con la boca abierta por donde había que introducir una moneda, si tenías la suficiente habilidad.
El hijo único del Dr. Uría, tenía televisión en el año 60-61 y yo estaba los sábados a las cuatro y media en su puerta, pues me encantaba ver la antena de radio televisión que giraba sobre si misma y el globo terráqueo cuando conectaba y empezaba la programación de la película o de Rin-tin-tin. Además tenía la colección entera de los tebeos y pulgarcitos y me encantaba ponerme a leerlos y él, venga vamos a jugar y yo, luego. Lo tenía todo, pero sin embargo no tenía tres hermanas como yo.

A la ida o a la vuelta del Campo Grande, solíamos parar en una tienda pequeña entre las calles de Santiago y María de Molina con pollitos en el escaparate y nos quedábamos a mirar.
En casa tuvimos cuatro periquitos, uno por hijo, de diferentes colores pero me parece que no vivieron demasiado felices. Unas tórtolas, algún pavo y un cabrito, pero no eran mascotas, creo que sucumbieron al hambre(nuestra) y a las festividades que teníamos.
Recordando mi infancia, pienso que fue feliz, pues aunque no nadábamos en la abundancia, sabíamos disfrutar de lo que teníamos y además no había otra. Las primeras comuniones como mi padre tenía muchos amigos del hospital, eran como bodas y la mía la hice con mi hermana Mamen, que nos chocamos la cabeza en el altar y luego lo celebramos en el Conde Ansurez, con una tarta de dos o tres pisos.

Semana Santa, silencio, velas, oscuridad, sentimiento, fervor, una noche era de mil pasos por lo menos. De la Plaza Mayor, lo que más me viene a la memoria es El Sermón de las Siete Palabras, creo que se llamaba así, yo no veía nada, el gentío era impresionante  y un niño no se enteraba de nada Las navidades muy frías y los reyes escasos.

Cuando pienso en Valladolid, pienso en el Campo Grande, dicen que es el corazón verde de la ciudad, yo creo que no, que es parte del mío que se quedó allí.