jueves, 8 de septiembre de 2011

LII.PREMIOS LITERARIOS KUTXA CIUDAD DE SAN SEBASTIÁN 2012

                                                  CESTONA.



Año de 1960, foto de color amarillento en el Monte Igueldo.Con ocho años, estoy sentado en un carrito de dos ruedas con bancos a los lados, pero estoy solo. Bueno entre las varas hay una cabrita que me mira con terror, quizás no sea la palabra, creo que me odia y abre la boca y me enseña la lengua, carece de incisivos superiores.

Han pasado 51 años desde entonces y todavía recuerdo lo que me dijo y noto en mi espinazo como un calambre que me recorre a lo largo de la espalda. Giró la cabeza ladeándola y mirándome a los ojos y moviendo la mandíbula de un lado a otro, susurró mi nombre que me llegó envuelto con un olor fétido que me hizo toser y dijo que como buen sátiro que era, me pasaba el testigo de chivo expiatorio a mí. Había leído el día antes en una revista en el salón de baile del Balneario de Cestona  que en la mitología vasca existen unos seres, los basajaum, llenos de pelo y con patas, algunas veces de cabra y  decía que no suelen ser malísimos, pero que a veces intentan cambiar su expiación. Mientras, el cuarteto de cuerda y piano interpretaba Fortuna, Imperatrix Mundi de Carl Orff y la sonoridad y el volumen de la pieza me envolvieron como en una crisálida y yo noté una metamorfosis corporal, que se muestra en el poder que tengo de entender a esta cabra.

Mi abuela y mi tía me saludaban con la mano y con sus gritos, cada vez que pasaba por su lado, en el recorrido que hacia el carrito alrededor de las atracciones. Pero yo, no tenía ojos nada más que para el basajaun, hasta que se acercó una mujer muy guapa, la Lamia,  con el pelo largo, pero con pies de cabra, que se sentó en el banco libre, me dio un beso en la mejilla y me puso un peine en mi mano y me la cerró con dulzura.
 Todo esto ocurría cuando pasábamos por detrás de la montaña suiza-  Al finalizar el recorrido y bajar, no me tenía en pie. Debía de estar blanco como la cera, pues se asustaron. En el bar me dieron leche con azúcar y me encantó. Rebañé el vaso, lo lamí y algunas gotas que habían caído fuera, las sorbí. Me llevé un cachete, pero no me importó.
Mi tía me dijo –“¿Qué tienes en la mano?”- Dije yo –“Un peine”. Y ella “¿Dónde lo has encontrado?”-. Y yo –“En el carrito y es para mí”.
Volvimos a bajar en el funicular y yo creo que hubiera bajado por la pendiente si me hubieran dejado.

Estaba alojado con mi abuela y una tía en el balneario cercano de Cestona y a partir de entonces todo lo que me parecía maravilloso dejó de serlo y sin embargo otras cosas mejoraron.. La ventana de mi habitación daba a un espacio abierto enorme, donde se divisaba como una ría y todo estaba verde, y yo quería estar allí triscando y corriendo. Me sentía  como en una cárcel.
Me empezaron a salir unos bultos en la frente. Eran como cuernos y me dolían. La piel estaba como para estallar y mi abuela me dijo que eran frecuentes en los hombres casados de varios años.
A mí me dijo que como era pequeño debía de ser acné.

La comida cada vez me parecía más rica. En el desayuno, un pan reciente que olía a tahona, la mantequilla en rulos sumergida  en agua, la leche, espectacular con una nata que no dejaba a nadie que me la quitara. El almuerzo, más de lo mismo, la música envolvente y yo cada vez más independiente, pero comiendo con más ansia. Mi abuela ya no sabía que hacer y a los tres días ya comía en la habitación, me gustaba tirar la comida en la alfombra y ponerme a cuatro patas.
Cuando mi abuela y mi tía iban a tomar las aguas que les daban en unas botellas de vidrio  envueltas en paja, yo me encargaba de devorar el envase.
No solamente  la de ellas, sino que encontré el almacén donde las depositaban y cuando tenía ganas de picar algo sabía donde encontrarlo. El agua sabía a rayos y no podía entender a las humanas paseando por el jardín y rellenando de vez en cuando las botellas de la fuente.

Por detrás del edificio principal había una pista de bolos antigua. Digo antigua porque las losas de piedra estaban agrietadas y con hierbas entre los intersticios, que malamente dejarían rodar un bolo. El columpio estaba lleno de herrumbre, pero me gustaba subir a él y notaba que tenía una agilidad, que ya quisiera tener yo en Madrid. Me moría de ganas de volver y dejar boquiabiertos a los compañeros de mi curso que se metían conmigo por mi falta de destreza.
Hicimos una excursión a Francia, pero lo único que me gustó y que me compraron fue una Virgen de Lourdes fosforescente y hueca por debajo. Me encantaba por la noche en la cama taparme entero y poner mis dedos al trasluz, como los fuegos fatuos o los de San Telmo.
Recuerdo otra excursión a Zarautz, al paseo enfrente de la playa. Nos sentamos en una terraza y me pidieron leche. Cuando vino el camarero, me puso un vaso grande y ancho y en el plato una especie de trozo blanco y duro, que era azúcar sólido. Tenías que ir mojándolo  y se iba reblandeciendo. Aquello me hacía  balar de placer moviendo la mandíbula de un lado al otro.
Mi abuela empezó a recibir quejas de los empleados del balneario, que si les pegaba sustos, que si rompía cosas, que si les robaba comida y que destrozaba la ropa blanca que tenían puesta a secar al lado del río.
Un día que mi tía me estaba bañando se dio cuenta que me estaba saliendo pelo en la espalda y también por delante y que mi pitillo ya no era tal.
 Como era soltera y su desconocimiento era total, me dijo que a partir de ahora, que ya era mayorcito, me bañara solito.
Los bultos de la frente ya se abrieron y me salieron como dos cuernecillos bien formados.
Por la noche yo me acostaba primero, y cuando ella llegaba, se metía en la cama con mucho cuidado para no despertarme. Al principio fue así, pero ahora la estaba esperando y me pegaba a ella, a su espalda, y la pasaba el brazo por encima y yo notaba que ella no sabía que hacer, pero es que a mí me daba mucho gusto.
Tuvo que hablar con mi abuela, pues al día siguiente me pusieron una camita supletoria y lo único que me quedó fue verla mientras se cambiaba de ropa.
Yo cada vez tenía más pelo en los brazos, piernas y cuerpo. Además, me salieron  en la espalda, a lo largo de las vértebras,  unos bultos.
Los pies se empezaron a acortar y el talón como subido. A cambio de la agilidad que había adquirido me empecé a asustar, pues ya casi no hablaba con mi abuela y mi tía. De mi familia de Madrid ya ni me acordaba y no sabía como iba a terminar esto.
Decidí escaparme y me dirigí hacia los jardines, y detrás de unos setos me despedí de mi familia por última vez lanzando un balido lastimero y, dándome la vuelta, me fui hacia el río corriendo a saltos y a cuatro patas.
Al llegar la noche, me refugié debajo de un puente y me quedé como encogido. De repente, de mi espalda sonó un crujido y se abrió, y de ahí salí yo, ya como una cabra en plenitud. Desde mi sitio veía muchas personas con linternas y faroles y gente con varas largas vadeando el río,  y pensé en el disgusto que había causado a mi familia.

Pero lo que estaba claro era que yo no tenía nada que ver con ellos.
Yo tenía el peine en la mano, bueno, en la pata delantera y estaba deseoso de que la Lamia  que me lo había entregado y con la cual yo había quedado, viniera.
Las promesas que me había dado de amor eterno, de que yo iba a ser el único que cepillara su pelo ( y más cosas), me mantenían en perpetua excitación como buen sátiro y cabra loca.
Vi venir a la Lamia con una aureola alrededor de su pelo.  Yo estaba junto al pretil del puente con el peine en una mano y el pene en la otra, cuando me dijo: de eso nada,  vamos al monte Igueldo  que nos están esperando Basajaun y tu destino.
Yo dije –“Uno rápido”- Y ella dijo –“Eres un cabra loco”.
Era noche cerrada, tuvimos que subir  a campo traviesa y la Lamia llegó agotada. Entramos en el parque de atracciones por el agujero de la reja y bordeamos el parque acuático y la montaña suiza y llegamos a las cuadras donde estaban las cabras.
Abrió la puerta y a oscuras llegamos donde estaban echadas. Del fondo se incorporó el basajaum y le dijo la Lamia -“Aquí tienes a tu chivo expiatorio”.
Yo me resistía, pues no pensaba que este fuera a ser mi futuro. La Lamia me cogió del cuello y me puso el collar, liberando a su amigo, que desde ese momento se incorporó en su máxima altura y se dirigió hacia mí.  Me dijo que a partir de entonces tiraría yo del carrito, hasta que consiguiera engatusar, bueno  encabrar a otro ser humano.
De  castigo, se montó una con la Lamia que me dejó a mí lamío y sin resuello, y se fueron juntos.
Al día siguiente, a primera hora me colocaron el arnés del carrito y a esperar la visita de los niños  y de sus encantadoras mamás. Las demás cabras me miraban con recelo. Alguna me dio un mordisco y otra una coz , y yo no me pude defender.
Sobre las once de la mañana vi aparecer a mi abuela, a mi tía y a mis padres. Estuvieron dando vueltas por todo el parque de atracciones y un par de veces se acercaron a donde estábamos las cabras y yo.
Yo los miré. Intenté hacer gestos y hablar, bueno balar,  y no conseguí nada. Mi madre me acarició el lomo y mi padre me dio  un sopapo para que no molestara.
Al cabo de media hora, desaparecieron por la puerta del funicular y ya no los volví a ver nunca jamás.
Soy una cabra de 59 años. Tengo la carne muy ajada, de las que en Canarias llaman carne de machorra y he transportado a una media de doce por día, por 330 días de media por año y por 51 años lo que da la friolera de un total de 191.960 niños.
Estoy cansado, muy cansado de no mirarlos a los ojos para no capturarlos, y de que no sufran lo que yo llevo sufrido. Soy arisco, y si un niño se me acerca a acariciarme, o le muerdo o le doy una coz. No quiero confianzas.
He conseguido rehacer mi vida con una cabra loca que duerme a mi lado. No es lo mejor que me ha pasado, pero tengo la comida y la coyunda segura.
De vez en cuando la Lamia y el Basajaum vienen a verme y se asombran de que siga aquí y de que no quiera cambiarme  con un niño. Se meten conmigo y me provocan, pero no consiguen nada.  Hoy cumplo 60 años. Mi pareja me ha propuesto para esta noche hacer el amor  con la postura de la cabra del Kamasutra. Yo, he estado mirando el libro y me he hecho la picha un lío nunca mejor dicho. Ya veremos.
 Hoy ha montado un niño precioso de unos ocho años. Me ha recordado a mí. Lo he mirado, me ha mirado, pero lo peor ha sido que en el banco de enfrente estaba sentada mi tía, con el pelo blanco.
Al dar la vuelta por detrás de la montaña suiza, me he vuelto y le he dicho que el chivo expiatorio a partir de ahora era él y que tomara el peine, que se iba a enterar de lo que vale  un pe......ne.




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